La caja en el salón

Zasaya es una aldea hundida entre montañas en el centro de Cantabria. El verdor de sus montes está salpicado de vacas, ovejas y viñedos. El paisaje, inmutable por siglos, se transformó con la llegada de la autovía de la meseta y el puente de los suicidas. El puente de los suicidas no es más que un tramo de autovía que corta dos montañas y queda sobre el río, a una altura suficiente para matarte sin remedio. Desde que está ahí, lo menos cinco personas lo han probado. Uno de ellos mi padre. Encuentran los cuerpos partidos muy cerca del asilo.

Viví en Zasaya hasta que marché a Barcelona. Primero porque fui a estudiar periodismo. Después, cuando terminé la carrera con matrícula, regresé. Fui un tiempo la profe particular, hasta que volví a las prisas de la gran ciudad porque quería trabajar de lo mío y en mi tierra no encontré oportunidades.

Cada verano regresaba y todo seguía en su lugar: mi abuela entre el bullir de las ollas; mi amiga Beatriz cuidando su ganado; mi hermano feliz con su mujer y su hija; mis tíos y primos dispuestos a preparar comilonas que se alargaban hasta las ocho de la tarde; Natalia y Clara con una bolsita de marihuana que acompañaban con gin-tonics los viernes. Quizá por eso pensé que el tiempo allí se habría detenido en mis dos años de ausencia. Aunque sabía todo lo que había ocurrido mientras yo en Barcelona sacaba adelante la cooperativa.

En Zasaya ya nada era igual. Lo admití en el momento en que tomé la última curva y no encontré a nadie junto a la fuente que da la bienvenida. Paré a refrescarme. Durante las diez horas de carretera me había atormentado cómo me saludaría mi madre: «estás muy delgada; por qué no te tiñes; sigues sin novio; me quedo sin nietos; hueles a ciudad». Me eché agua en la cara, el cuello y los sobacos. Estaba fría. Sabía a vacaciones.

A mi madre la encontré en el gallinero. Me sorprendió la cantidad de arrugas que tenía, pero no dije nada. Ella tampoco hizo ningún comentario sobre mi aspecto, como si no me viera. Al abrazarla, sus clavículas me presionaron los pechos.  

 —Te he preparado un cuarto en casa de güelita. Ya sabes que en el tuyo está la cría.

 —Me da cosa entrar sin que esté ella. Es como si violara su intimidad.

 —No digas tonterías, la pobre ya no se entera de nada.

Mi abuela llevaba tiempo en el asilo del río. La demencia había invadido su mente de un día para otro, como el pulgón había ennegrecido las hojas del limonero el último verano que la vi. Sentí las manos húmedas al pensar en su casa vacía. Hubiera preferido mi pequeña habitación de siempre. Pero mi sobrina la había ocupado y no tenía intención de volver con sus padres, demasiado nublados de alcohol y peleas. Hallé a la cría alta, con las tetas más abultadas que las mías y el móvil pegado a los ojos. Lo dejó un momento para darme un beso y volvió a alguna conversación.

—Estamos pensando en llevarla al psicólogo —dijo mi madre más tarde—. Nos trata mal. Sobre todo, a mí.

—Tendrían que ir los padres antes —contesté—. No tienes por qué aguantar esto, mamá, no es tu responsabilidad.

—Es mi única nieta, Carmen. Claro que es mi responsabilidad.

No quería discutir nada más llegar. Por eso me tragué la rabia que me daba verla consumida. Ya había sufrido bastante; con su padre, con el mío y, ahora, con su hijo.

Llevaba en Zasaya un par de horas y ya me estaba arrepintiendo de no haberme ido a Menorca con mi compañera de piso. Me esperaba un mes amargo. No podría bañarme en el río con Beatriz como habíamos hecho desde niñas. Porque Beatriz ya no estaba. Ella, que siempre dijo que no dejaría Zasaya, que viviría con sus padres y heredaría la casa y moriría en ella, había conocido a un asturiano que amaba las vacas con la misma intensidad y se había marchado con él. Tampoco tomaría gin-tonics ni fumaría hierba los viernes por la noche, las chicas me habían traicionado, una detrás de otra: Natalia tenía un bebé y Clara estaba embarazada. Ni tan siquiera habría comilonas familiares, con mi tía enferma, los primos cuidándola, mi abuela en el asilo del río y mi hermano borracho.

Entré en la casa de mi abuela como quien entra en una iglesia vacía, llena de rumores. Entonces encontré la caja en el salón. Abrirla fue como volver a estar con ella aquellas tardes en que habíamos repasado sus recuerdos. Entre las fotos antiguas estaba el cuadernito en el que escribimos parte de su historia para mi trabajo de fin de grado. Releí el inicio: «Aquí me conocen como Encarnación la Extremeña porque vine con mi hija desde Badajoz. Huíamos de la miseria y de mi marido. Encontramos este pueblo, esta casa prácticamente regalada. Tiempo después, me enteré de por qué estaba tan barata…».

Supe que había llegado el momento de cumplir un sueño: escribir una novela con su historia. Despejé la mesa, llena de figuritas de cerámica, y coloqué mi ordenador. Establecí un hábito que cumplí con disciplina. Me levantaba a las seis, preparaba una cafetera y escribía hasta la hora de comer con mi madre y mi sobrina. Luego, visitaba a mi abuela, por acompañarla en sus paseos y por ver si recordaba algo más que me ayudara. Pero en aquel entonces ya solo hablaba de un monje muerto con el que decían las cuidadoras que soñaba. Por eso recurrí a los vecinos, que llenaron con sus testimonios los huecos que me faltaban. 

Volví a Barcelona con el primer borrador del manuscrito que leeréis a continuación. Volví convencida de que, aquel verano que había imaginado melancólico, había sido el verano de mi vida. Porque recuperar la memoria de mi abuela significaba recuperar la mía.


Participo con este relato en el concurso de relatos de Zenda: El verano de mi vida

8 comentarios en “La caja en el salón

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