Hoja de ruta | Historias del Camino

Me incorporé en el último momento. Mi prima me dijo que al día siguiente cogía un bus a Galicia para hacer el Camino. Yo necesitaba diversión y me apunté. Se ilusionó, me aconsejó qué meter en la mochila. Cogí cinco bragas, cinco pares de calcetines, un pantalón, tres camisetas, un neceser con lo básico, una toalla y mi navaja multiusos. Me puse la gorra, até el saco y los bastones por fuera y coloqué la cantimplora en el bolsillo externo. En menos de dos horas ya estaba en su casa. La encontré nerviosa. Cuando el novio se fue a la ducha, salimos al jardín y compartimos un cigarro. Me contó que a su novio no le había gustado que me apuntara. Yo no le caía bien, me creía peligrosa porque me la llevaba a bailar de vez en cuando. No le hagas caso, dijo, es el primero que se ha apuntado sin preguntar. Me explicó que aquella era su excursión de fin de curso, la había planeado con tres compañeras; él, que no la dejaba sola ni en los descansos del instituto, se había incluido casi de forma natural. Me confesó que tenía una pizca de miedo: por sus pies, por lo desconocido, pero, sobre todo, por lo conocido. Supuse que se refería a él. Espero que el Camino me ayude, dijo, a hacerme consciente de mis limitaciones, que me guíe. Quise preguntarle si pensaba dejar a su novio, pero apareció él y cortamos la conversación.

En la estación, me presentó a sus compañeras. Una llevaba el pelo amarillo, quemado por el tinte. Otra transmitía buen rollo, aunque chillaba demasiado. La última que besé tenía aires de reina. Pensé que sería un incordio, pero aún no podía imaginar cuánto. Viajamos durante once horas. Ya en Sarria, conseguimos habitación y fuimos a dormir pronto. Nos levantamos a las seis. Aquella primera etapa la hicimos a buen ritmo. Caminábamos y cantábamos. Saludábamos a otros peregrinos y competíamos por encontrar las flechas amarillas en los cruces. A medio camino paramos en un bar. Pedí una jarra de cerveza, para refrescar. Mi prima pidió un plátano, por eso del potasio, dijo. Nos hicimos una foto que luego enmarqué. Salimos sonrientes, cada una sujetando su vitamina amarilla.

Me di cuenta de que la reinona ejercía poder sobre el grupo. Le pasaban cualquier ofensa. Estuve a punto de saltar más de una vez, suerte que, cuando iba a encararme, cruzamos un puente y llegamos a Portomarín. En la cola del albergue conocimos a una sevillana, enfermera, que venía con su novio, y a tres estudiantes de derecho: una ceutí, un granadino y una cordobesa. Mientras comíamos en la terraza, el sevillano nos pidió que le guardáramos un pastel para sorprender a su novia esa noche y nos invitó a unirnos al cumpleaños. Me ofrecí a comprar cervezas. Cuando volví, mi prima me esperaba fuera, sola. Me pidió un cigarro y me contó que le faltaba un euro para la secadora, había subido a la habitación y se había encontrado a la reinona sin sujetador y a su novio encima de ella, dándole un masaje. No sé por qué me ha sentado mal, dijo, no soy celosa. Le dije que no me gustaba esa chica, y su novio menos. Me miró cansada y me pidió que no dijera nada. Tras el cumpleaños, los andaluces y yo salimos a tomar unas copas. Insistí a mi prima para que viniera, pero dijo que la etapa del día siguiente era dura y necesitaba descansar.

Me levanté con resaca y vi a mi prima enredándose en los pies. Se ponía parches para las ampollas que le había dado la reinona. Salimos. Mi prima apenas apoyaba las plantas; iba tan lenta que la fui dejando atrás. La conversación con la cordobesa me llevaba flotando. Llegó un momento en que volví la cabeza y ya no la vi. Nos reuniríamos en el siguiente albergue, pensé; pero no, cuando llegaron a Palas de Rey, los andaluces y yo estábamos borrachos y las habitaciones completas. Los instalaron en un pabellón. Fui a verlos: la reinona lloraba; la chillona estaba muda; la del pelo amarillo con un ataque de ansiedad porque alguien la había timado; a mi prima se le habían reventado las ampollas dentro de los parches; su novio me miraba con asco. No te preocupes, dijo mi prima, eso es el Camino, buenos y malos momentos. Me fui, aliviada de no dormir esa noche con ellos. Tras unas cuantas birras, la cordobesa y yo nos metimos en la misma litera. No volví a caminar con mi prima.

Nos reunimos en Melide. Mi prima seguía amargada con sus pies. La sevillana se los curó. Eso le mejoró el ánimo y fuimos a una pulpería. Brindamos con albariño, hasta que los andaluces propusieron saltarnos una etapa en autobús. Queríamos llegar a Santiago el veinticinco, ver el botafumeiro. Si continuábamos la hoja de ruta, no lo lograríamos. El novio de mi prima dijo que él había venido a caminar, no a ir de fiesta ni a ver fuegos artificiales. La reinona lo secundó. Yo dije que me iba con los andaluces. Te has encaprichado con la cordobesa, me soltó mi prima después. Le contesté que yo había venido a divertirme. Encontraré el modo de llegar sin trampas, dijo. Nos separamos.

Nos volvimos a ver tres días después, en Santiago. Le pregunté cómo habían conseguido llegar a tiempo. Me contó que apenas habían dormido en el albergue de O Pino. Se habían levantado a las dos de la mañana y habían hecho la última etapa de noche, por el bosque. Me preguntó si lo había pasado bien con la cordobesa. Le conté el baño en el río, los bailes y los fuegos artificiales. Le pregunté si estaba contenta de cómo habían ido las cosas. He tenido tiempo de poner orden, contestó, y tomar decisiones que te explicaré a la vuelta. Me abrazó y dijo: cada una ha elegido su Camino, como debe ser.


Participo con esta historia en el concurso de relatos Historias del Camino

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