Una nueva ilusión

Ana tenía siete años y una ilusión nueva. Su hermano le había estropeado la inocencia cuando le dijo que el Ratoncito Pérez no existía. Todo por no escucharla llorar. Porque el Ratoncito le había traído cien pesetas a cambio de su colmillo y ella las había perdido jugando en el salón. Removió la alfombra, el sofá y el mueble del televisor, pero no las encontró. Así que empezó a llorar. Su padre quiso darle otra moneda, pero ella dijo que no; no quería cien pesetas, quería la moneda dorada del Ratoncito. Su hermano, harto del berrinche, le contó que el Ratoncito eran los padres. Y ya que estaba, le explicó que tampoco existía Papá Noel ni, por supuesto, los Reyes Magos. Ana, con siete años, perdió la ilusión y comenzó a buscar una nueva. 

La nueva ilusión fue acudir esa Navidad al centro comercial con sus padres. Ahora que sabía la verdad, podía decidir el regalo que le entregaría el chico que se pintaba de Baltasar en la cabalgata del pueblo. Ya no habría dudas de que se lo trajeran o no según el comportamiento, ahora elegía como los mayores. Y aquel año lo tenía claro. Había visto en el cine La bella y la bestia, y Bella se había convertido en su princesa favorita. Por eso, cuando vio los anuncios de Barbie y Ken transformados en Bella y Bestia no dudó. En el centro comercial, señaló, con el dedito firme, aquellas cajas que contenían las réplicas de su heroína. Notó un silencio raro, parecido a los que había en casa cuando algo no iba bien. Entonces su padre le dijo que eran muy caros, que no les alcanzaba para un regalo así. Ana sintió algo parecido a la tristeza, pero lo comprendió, ahora que no existía la magia había que pensar en el dinero. Se encogió de hombros y dijo que entonces podían elegir lo que quisieran, mejor que fuera sorpresa. 

Su nueva ilusión fue un regalo sorpresa. Como aquellos sobres de los puestos de hippies que compraba sin saber lo que traían y le encantaban aunque fuesen tonterías, porque lo hermoso era el misterio. Se convenció durante las tres semanas que faltaban para la cabalgata. Cada vez que veía el anuncio de los muñecos, les sacaba una falta: la careta de Bestia parecía más la de un perro sarnoso; los muñecos no servían para nada; ya estaba grande para andar imaginando historias con trozos de plástico. Y así se lo contó a su vecina Amanda, que solo tenía cinco años y aún creía en los Reyes. Le contó que había visto los muñecos en una tienda y eran una birria, que no se parecían en nada a los de la peli y que prefería lo que los Reyes quisieran traerle, cualquier cosa menos esos muñecos horribles.

Por fin llegó la noche de la ilusión, la noche de la cabalgata. Había pasado todo el día preguntando qué le traerían. Hasta su madre la había reñido para que se tranquilizara. Pero cómo pretendía que se calmara ese día tan especial. Los niños del pueblo se reunieron en la iglesia. Se sentaron en las alfombras a esperar que los Reyes llegaran de su recorrido a caballo. Ana y Amanda se colocaron juntas. Amanda esperaba un Nenuco; estaba tranquila, segura de que se lo traerían porque sus padres le habían dicho que se había portado muy bien. Ana aguardaba su sorpresa inquieta y al mismo tiempo orgullosa de saber algo tan importante que los demás niños de la alfombra desconocían. Las vocecitas se callaron cuando el paje anunció la llegada de sus majestades. Entraron por orden, como siempre: Melchor, Gaspar y Baltasar. Hablaron de su largo viaje, de lo contentos que estaban de haber llegado a ese pueblo lleno de niños buenos y de lo cargados que venían de regalos que iban a repartir ya. Y entonces empezó la retahíla de nombres: Manuel, Sonia, Ángela, David… y los niños se levantaban, se acercaban a su rey, le daban un beso y volvían a la alfombra con su paquete. Gaspar llamó a Amanda. La niña se acercó despacio, posó para una foto que le hacía su padre y volvió con cuidado a su sitio. Ana la ayudó a abrir su Nenuco, tal y como esperaba. Cuando Baltasar dijo el nombre de Ana, se levantó de un brinco y llegó hasta su rey con el cuerpo agitado. Le dio un beso y regresó a su sitio con la mejilla negra y un paquete rojo que parecía una caja de zapatos. Ya junto a Amanda rasgaron el papel y vieron a una Bella sonriente con su vestido celeste y su delantal blanco. Debajo había otra caja desde donde Bestia las miraba con unos ojos azulísimos. Amanda le dijo que eran muy bonitos, que sí se parecían a los de la peli. Ana no contestó. Colocó el papel de regalo sobre las cajas y no dijo más hasta que terminó la cabalgata.

Una vez fuera, entre la multitud que se apiñaba para coger el chocolate y los bizcochos gratis, se encontró con sus padres. Venían sonrientes, con ganas de vivir la ilusión de su sorpresa, a cambio, encontraron decepción. Cuando le preguntaron qué ocurría, Ana dijo que no quería esos muñecos, que habían quedado en que no los comprarían y ya no le gustaban. Entonces fueron sus padres los que se quedaron serios, sin entender. Ella tampoco entendía lo que le pasaba, sus padres se habían gastado un dinero que no tenían y eso le hacía sentir mal. ¿Cómo explicaba algo que no comprendía? Esa noche, todos pensaron que estaba enfadada y comentaron que se estaba volviendo una niña caprichosa que no valoraba nada.   


Participo con este cuento en el Sexto concurso de cuentos de Navidad de Zenda.

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